miércoles, 2 de junio de 2010

Cuento de Chejov: "Iván Matveich"

Han dado las cinco. Un sabio ruso de bastante renombre está sentado en su escritorio: nervioso, se muerde las uñas.
-¡Esto es indignante! -dice a cada momento, consultando su reloj-. ¡Es una falta de respeto para con el tiempo y el trabajo ajeno!...¡Ya verá la que le espera cuando llegue!
En su necesidad de descargar sobre alguien su enojo e impaciencia, el sabio se dirige a la habitación de su mujer.
-¡Escucha, Katia! -dice indignado-. Cuando veas a Piotr Dnilich, dile que estoy muy enojado con él! ¡Es una vergüenza! ¡Me recomienda a un escribiente, y no sabe lo que me recomienda!... ¡Ese jovenzuelo, con toda puntualidad, se retrasa todos los días dos o tres horas!... ¿Qué manera de portarse es esa?... ¡Para mí, esas dos o tres horas son más preciosas que para cualquier otro dos o tres años!... ¡Cuando llegue pienso tratarlo como a un perro!... ¡No le pagaré y lo echaré de aquí! ¡Con gente así no es posible tener contemplaciones!
-Eso lo dices todos los días, pero él sigue viniendo y viniendo...
-¡Pero hoy lo he decidido! ¡Ya he perdido bastante por su culpa!... ¡Tendrás que perdonarme, pero hoy pienso reprenderlo!...

Al fin suena el timbre. El sabio pone cara seria, se para muy derecho y, alzando la cabeza, se encamina hacia la puerta. En este, junto al perchero, se encuentra su escribiente. Iván Matveich, joven de unos dieciocho años, rostro ovalado, cubierto con un abrigo y sin calzado para la nieve. Tiene el aliento entrecortado y, mientras se limpia con gran esmero los grandes y torpes zapatos en el felpudo, se esfuerza en ocultar a la mucama el agujero en uno de ellos, por el que asoma una media blanca. Al ver al sabio sonríe con esa larga y prolongada sonrisa con que solamente sonríen los niños o las personas muy ingenuas.
-¡Ah... buenas tardes! -dice, ofreciendo una mano grande y mojada-. ¿Se le pasó el dolor de garganta?
-¡Iván Matveich! -dice el sabio con voz temblorosa y retrocediendo -. ¡Iván Matveich! -luego, dando un salto hacia el escribiente lo agarra por un hombro y comienza a sacudirlo débilmente-. ¿Qué es lo que está usted haciendo conmigo? ¿Reírse?... ¿Te burlas acaso de mí?...
Iván aún sigue sonriendo: sin duda esperaba un recibimiento completamente diferente. Lleno de asombro, abre la boca.
-¿Qué?... ¿Qué pasa?... -pregunta.

-¡Encima me preguntas qué pasa! -exclama alzando las manos-. ¡Sabiendo lo precioso que es mi tiempo, llegas con dos horas de retraso! ¡No tienes vergüenza!
-Es que no vengo ahora de casa -balbucea Iván Matveich, desanudándose indeciso la bufanda-. Era el cumpleaños de mi tía, y fui a verla... Vive a más de seis kilómetros de aquí... ¡Si hubiera venido directamente desde mi casa... sería distinto!
-¡Reflexione Iván Matveich!... ¿Existe lógica en su proceder?... ¡Aquí hay trabajo, asuntos urgentes..., y usted se va a saludar a su tía!... ¡Desátese más de prisa esa bufanda!... ¡En fin, que todo esto es intolerable!
Y el sabio se acerca de otro salto al escribiente y le ayuda a destrabar la bufanda.
-¡Bueno! ¡Venga ya! ¡Más rápido, por favor!
Sonándose con un arrugado y sucio pañuelo y estirándose el saco gris, Iván Matveich, tras atravesar la sala y el salón, entra al estudio del sabio. Aquí hace tiempo que tiene preparados el escritorio, el papel y todo lo necesario para trabajar.
-¡Siéntese! ¡Siéntese! -lo apura el sabio, frotándose las manos impacientemente-. Sabe lo urgente que es el trabajo y se retrasa de esta manera! ¡Sin querer, tiene uno que regañar! Bueno, ¡escriba!... ¿Dónde quedamos?
Iván Matveich se pasa una mano por los cabellos, duros y desigualmente cortados, y toma la lapicera. El sabio, paseándose de un lado a otro y reconcentrándose, comienza a dictar:
"Es el hecho (coma) que algunas de las que podríamos llamar formas fundamentales... (¿Ha escrito usted formas?...) sólo se condicionan según el sentido de aquellos principios (coma) que en sí mismos encuentran su expresión y sólo en ellos pueden encarnarse. (Aparte. Ahí punto, como es natural). Las más independientes son..., son aquellas formas que presentan un carácter no tanto político (coma) como social."
-Ahora los colegiales llevan otro uniforme. El de ahora es gris -dice Iván Matveich-. Cuando yo estudiaba era azul.
-¡Ah!... ¡Escribe, por favor! -se enoja el sabio-. ¿Has escrito social?... "En cuanto no se refiere a regularización, sino a perfeccionamiento de las funciones de estado (coma), no puede decirse que estas se distinguen sólo por las características de sus formas... ¡Eso!... Sí..." Las tres últimas palabras van entrecomilladas... ¿Qué me decías antes del colegio?
-Que en mis tiempos llevábamos otro uniforme.
-¡Ah... sí! Y usted... ¿hace mucho que ha dejado el colegio?
-Sí, se lo decía ayer. Hace tres años que no estudio... Lo dejé en cuarto año.
-¿Y por qué dejó usted el colegio? - pregunta el sabio, echando una mirada sobre lo escrito por Iván Matveich.
-Porque sí... Por cuestiones absolutamente particulares.
-¡Otra vez tengo que volvérselo a decir: Iván Matveich!... ¿Cuándo dejará usted de alargar tanto los renglones?... ¡No debe haber más de cuarenta letras en cada renglón!
-¿Cree que lo hago a propósito? -se ofende Iván Matveich-. ¡Otros renglones, en cambio, llevan menos de cuarenta! ¡Cuéntelas! ¡Si le parece que lo hago adrede, puede quitármelo del pago!
-¡Ah!... ¡No se trata de eso!... ¡Qué poca delicadeza tiene usted! ¡Enseguida se pone a hablar de dinero!... ¡El esmero es lo que importa, Iván Matveich!... ¡Lo que importa es el esmero!... ¡Tiene usted que acostumbrarse al esmero!
La mucama entra en el despacho, trayendo una bandeja que contiene dos vasos de té y una cestita con tostadas... Iván Matveich toma torpemente su vaso con ambas manos y empieza de inmediato a bebérselo. El té está demasiado caliente y, para no quemarse los labios, Iván Matveich lo bebe a sorbitos. Se come primero una tostada; luego otra; después una tercera, y, turbado y mirando de reojo al sabio, tiende la mano hacia la cuarta. Sus ruidosos sorbos, su glotona manera de mascar y la expresión de codicia hambrienta de sus cejas alzadas irritan al sabio.
-¡Dese prisa! ¡El tiempo es precioso!
-Siga dictándome. Puedo beber y escribir al mismo tiempo... Le confieso que tenía hambre.
-¿Viniste a pie seguramente no?
-Sí... ¡Y qué mal tiempo hace!... Por este tiempo, en mi tierra, huele ya a primavera... En todas partes hay charcos de la nieve que se derrite...
-¿Es usted del Sur?
-Soy de la región del Río Don... En el mes de marzo ya es enteramente primavera. Aquí, en cambio, no hay más que hielo y nieve; todo el mundo va con un abrigo... Allí, hierbita fresca... Como por todas partes está seco, hasta se pueden agarrar tarántulas.
-¿Y por qué agarrar tarántulas?
-¡Porque sí!... ¡Por hacer algo! -dice suspirando Iván Matveich-. Es divertido agarrarlas. A veces llenábamos una palangana hasta arriba y soltábamos dentro una licosa gigantona
-¿Qué es una licosa gigantona?
-¡Una araña que se llama así!... Pertenece a una especie parecida a la de las tarántulas. ¡Ella sola, peleando, puede con muchas tarántulas!
-¿Sí?... Pero, bueno... tenemos que escribir... ¿Dónde nos detuvimos?
El sabio dicta otros cuarenta renglones, luego se sienta y se sumerge en la meditación.
Desde su asiento, Iván espera lo que van a decirle, estira el cuello y se esfuerza en poner orden en el cuello de su camisa. La corbata no cae mal, pero como se le ha soltado el pasador, el cuello se le abre a cada momento.
-¡Sí!... dice el sabio- ¡Así es!... qué ¿todavía no has encontrado un trabajo estable?
-No... ¿Dónde va uno a encontrarlo?... Mi padre me aconseja que empiece como empleado de una farmacia.
-Sí... Pero ¿no sería mejor que ingresara usted en la Universidad?... El examen es difícil, pero con paciencia y un trabajo perseverante se puede llegar a aprobar. ¡Estudie usted!... ¡Lea usted más! ¡Lea mucho!
-La verdad es que... tengo que confesar que leo poco -dice Iván Matveich.
-¿Ha leído a Turgueniev?
-No.
-¿Y a Gogol?
-¿A Gogol?... ¡Jum!... ¿A Gogol?... No; no lo he leído.
-¡Iván Matveich! ¿No le da vergüenza?... ¡Ay, ay, ay, ay!... ¡Cómo un muchacho tan bueno!... ¡Con tanta originalidad como hay en usted, y que resulte que ni siquiera ha leído a Gogol!... ¡Tiene que leerlo! ¡Yo se lo daré! ¡Léalo sin falta! ¡Si no lo lee, me enojaré!
De nuevo se produce un silencio. Medio tumbado en un cómodo diván, medita el sabio, mientras Iván Matveich, dejando al fin tranquilo su cuello, pone toda su atención en sus zapatos. No se había dado cuenta de que bajo sus pies, a causa de la nieve derretida, se habían formado dos grandes charcos. Se siente avergonzado.
-¡Me parece, Iván Matveich, que también es usted aficionado a cazar jilgueros!
-¡Eso en otoño!... ¡Aquí no cazo, pero allí, en mi casa, solía cazar!
-¿Sí?... Bien... Pero, bueno, de todos modos, tenemos que escribir.
El sabio se levanta decidido y empieza a dictar, pero después de escritos los diez primeros renglones, se vuelve a sentar en el diván.
-No... Tendremos que dejarlo ya hasta mañana por la mañana -dice-. Venga usted mañana por la mañana. Pero ¡eso sí..., temprano! Sobre las nueve... ¡Dios lo libre de retrasarse!
Iván Matveich deja la pluma, se levanta de la mesa y va a sentarse en otra silla. Cuando han pasado unos cinco minutos en silencio, empieza a sentir que ya le ha llegado la hora de marcharse, que ya está allí de más...; pero ¡el despacho del sabio es tan agradable..., tan luminoso y templado!... ¡El efecto de las tostadas secas y del té dulce está todavía tan reciente..., que su corazón se estremece sólo al pensar en su casa!... En su casa hay pobreza, hambre, frío, un padre quejoso... ¡Le echan en cara lo que dan..., mientras que aquí hay tanta tranquilidad!... ¡Y hasta quien se interesa por las tarántulas y los jilgueros!...
El sabio consulta la hora y toma el libro.
-¿Me dará usted a Gogol, entonces? -pregunta, levantándose, Iván Matveich.
-Sí, sí...; se lo daré. Pero ¿por qué tiene usted tanta prisa, amigo mío? ¡Quédese! ¡Cuénteme algo!
Iván Matveich se sienta y sonríe con franqueza. Casi todas las tardes se la pasa sentado en este despacho, percibiendo cada vez en la voz y en la mirada del sabio algo verdaderamente afable, conmovido..., algo que le parece suyo. Hasta hay ocasiones, segundos, en los que le parece que el sabio está ligado a él; el sabio se ha habituado tanto a él, que si lo reprende por sus retrasos es sólo porque se aburre sin su charla, sin sus tarántulas y sin todo aquello relacionado con el modo de cazar jilgueros en la región del Don.

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